Sobre la determinación ario-romana de la Italia fascista

El mes de julio de 1938 constituye para el desarrollo revolucionario del pensamiento fascista, un vuelco de gran importancia. En ese momento la Italia fascista tomó posición oficialmente sobre el problema de la raza y la cuestión judía, posición muy próxima a la de Alemania. Sin embargo, el punto de vista fascista sobre la cuestión racial no debe, de ninguna manera, ser considerado como una imitación pasiva, sino todo lo contrario, como un desarrollo lógico de nuestro movimiento, con el cual se inicia una fase de gran significado revolucionario para múltiples aspectos de la cultura y la mentalidad italiana.

El santo y seña de Mussolini era: “cada uno debe saber que también en la cuestión de la raza seremos consecuentes”. La decisión tomada por la nueva Italia es así inequívoca, como también grave y comprometida. Habíamos afirmado esto que, hasta ayer y desde siglos atrás, nadie se había atrevido a afirmar, y que a muchos ambientes, no sólo de intelectuales, sino también de nacionalistas de probada fe, les parecía sorprendente: el significado fundamental de la raza para la construcción de la cultura italiana, que debe salvaguardar no sólo el carácter ario, sino también el ario-romano y nórdico-ario de la idea, y que debe constituir la base para la formación de nuestro pensamiento, en cuanto a la raza y para la defensa y el reforzamiento de nuestro pensamiento y nuestra tradición. “La concepción de la doctrina de la raza en Italia debe ser definida principalmente en sentido nórdico-ario” – estas fueron las palabras textuales del manifiesto establecido en acuerdo con las máximas autoridades fascistas y que constituyo la base para la determinación fascista sobre la raza en julio de 1938.

Podemos, por lo tanto, hablar de una determinación nórdico-aria de la Italia fascista, que constituyó a dar una nueva orientación a las fuerzas que están activas en nuestra cultura y carácter nacional. Que los efectos de un nuevo influjo no son todavía particularmente visibles no puede extrañar, dado que son todavía muchos los obstáculos existentes y las barreras a superar. Pero las haremos frente. Y la circunstancia de que hoy tenemos a nuestro lado al pueblo alemán, el cual ha tomado la misma decisión, será para nosotros una gran ventaja, si el intercambio cultural italo-germano no se reduce a oficios y convencionales convenios, como sucede a menudo. Sino al contrario, estimule realmente fuerzas vivas y creativas. Queremos solamente dar una idea de lo que significa para nosotros el pensamiento nórdico-ario y de las principales consecuencias en el campo popular, étnico e histórico.

Hasta ayer, el mito latino y mediterráneo ha tenido entre nosotros una gran importancia. Se afirmaba que éramos latinos y mediterráneos y que nuestra cultura era latina y mediterránea. Existe una sangre y una comunidad cultural latina. Y este mito de la hermandad entre los pueblos latinos ha sido un arma útil en manos de aquellos que ayer, a cualquier precio, querían crear un contraste entre Italia y Alemania, o de aquellos que querían convencernos de que entre las dos naciones no se puede entender más que la relación puramente política.

Ahora hemos aclarado el equívoco existente en este campo. ¿Qué se entiende por el término “latino”? y ¿a qué se quiere referir tal expresión?

Los círculos y los ambientes a los cuales el mito de la latinidad está particularmente ligado los constituyen a manera sintomática la mayor parte de los intelectuales. Y en efecto, las expresiones “latino” y “cultura latina” tienen un significado si se colocan sobre el plano estético, humanístico y literario. Aquí la latinidad tiene un mayor o menor equivalencia con el elemento romano; se trata de efectos de la actividad cultural de la antigua Roma sobre algunos pueblos que, insertados en aquel tiempo en el espacio del Imperio Romano, hicieron suya la lengua de Roma, o sea, la lengua latina. Pero esta latinidad es algo exterior. Es en cierto modo como un barniz que intenta tapar en vano las profundas diferencias de sangre y espíritu, diferencias que pueden llevar –como la Historia hasta nuestros días muestra de manera clara- a las más duras e irreconciliables divisiones. La unidad está presente solamente en el mundo del arte y de la literatura y en su acentuada interpretación humanística; así pues, frente a ese mundo la antigua Roma heroica de Catón no puede disimular su desprecio. La unidad está presente también en el terreno filológico, pero también prescindiendo del hecho que de la unidad de la lengua no se puede hacer la raza, es desacreditada por la constatación de que la lengua latina pertenece al tronco general de los arios y de los indogermanos. Así la latinidad no mantiene en común ninguna de las originales y fértiles con estos pueblos. ¿Este gran cambio en la Historia es explicable bajo la base de la unidad latina? Y no solamente esto; se debe examinar también el significado del mundo clásico, greco-romano, del cual ha derivado la latinidad como cultura y del cual los humanistas practicaron un culto al límite de la superstición.

Este mito “clásico” traiciona un punto de vista estético y racionalista. Por lo que concierne a Roma, como a Grecia, brilla como “clásica” una cultura que por muchos aspectos –a pesar de su esplendor exterior- para nosotros es decadente. Esta civilización tuvo origen cuando el ciclo de la primera, heroica, sagrada y viril cultura aria de los orígenes helénicos, y romanos, estaba en fase de extinción.

Es sin embargo importante hacer notar que la expresión “latina” tiene otro significado totalmente diferente si volvemos a este mundo de los orígenes: un significado que trae a la mente el ya mencionado mito latino. “Lateinisch” deriva de “Latinisch”, para los que la lengua italiana conoce una sola expresión: “Latino”. La expresión “Latino” señalaba las originarias estirpes itálicas, cuyo parentesco racial y espiritual con los pueblos nórdico-arios es incontestable. Los latinos eran una oleada avanzada hacia Italia Central de la considerada raza “incineradora”, raza que quemaba a sus muertos, que más tarde se debía enfrentar a la cultura de los oscos-sabélicos, pueblos enterradores, y que debía ocupar y habitar muchas zonas de nuestra tierra antes de la aparición de los etruscos y de los celtas.

De entre los restos más remotos de esta raza, de la cual descendieron los predecesores de los romanos, los latinos, enumeraremos los recientemente descubiertos en la Val Camónica. Estos restos están en estrecha relación con los de las razas arias, ya de las nórdico-atlánticas, ya de las franco-cantábricas, ya de las nórdico-escandinavas. Descubrimos los mismos símbolos de una espiritualidad solar, el mismo estilo de diseño, la misma ausencia de la religiosidad demétrico-telúrica que siempre aparecen en las culturas no arias o arias degeneradas del Mediterráneo (pelasgos, cretenses, etruscos…). Runas, naves solares, renos, abundan en estos restos prehistóricos. Estos, testimonian razas de guerreros y de cazadores que ya entonces usaban el caballo, mientras en otras partes, hasta tiempos relativamente cercanos, se conocía sólo el carro. Representaciones en las cuales el espíritu militar y la sacralidad se unen en unos símbolos indicativos de esta cultura de Val Camónica.

Una ulterior afinidad se constata entre los restos de Val Camónica y la cultura de los Dorios, de las estirpes que más tarde se expandirían desde el Norte hacia Grecia, fundarían Esparta, y a las cuales se debía el culto solar al Apolo hiperbóreo. En efecto, según F. Altheim y Trautmann, la migración de los pueblos de los cuales descendieron los latinos y sus congéneres y cuya aparición tiene como consecuencia en Italia el surgimiento de Roma, puede se vista como el equivalente de la migración dórica cuya aparición tiene como consecuencia el surgimiento en Grecia de Esparta: “Roma y Esparta, dos creaciones que se corresponden, de razas afines en la sangre y en el espíritu, que están relacionadas con las nórdico-arias”.

La antigua romanidad y Esparta rememoran la imagen de pura fuerza, de un “ethos” severo, de un adiestramiento viril y disciplinado, de un mundo que no tiene continuación en la cultura sucesiva, llamada “clásica”, de la cual se querría hacer derivar la “latinidad” y la “unidad de los pueblos latinos”. Volvemos con el uso de la palabra “latino” a los orígenes italianos, para darnos cuenta de una transformación total de la tesis latina. La originaria latinidad corresponde a todo lo que la Gran Roma podía tener de aria, nos lleva a formas de vida y de cultura que no contrastan con aquellas razas nórdico-germánicas (más bien son afines) que debían mostrarse frente a un mundo decadente, ya más romano y bizantino que latino.

Más allá del barniz exterior unitario, la presunta latinidad se encerraba en fuerzas litigantes que convergían sólo cuando no se encontraban frente a algo serio como por ejemplo el mundo del arte y de la literatura. Y así, en el momento en que surgió una Italia “romana” en el sentido más estrecho y viril del término, de un lado aparece claramente el engaño del mito latino, y del otro emergen las premisas para la comprensión y un acuerdo de nuestro pueblo y del pueblo alemán, no sólo en el terreno político, sino también en el plano de las más profundas inclinaciones y de la común Weltanschauung.

Mussolini ya dijo en 1923: “A través de los siglos pasados, como en el futuro, Roma es siempre el potente corazón de nuestra raza, ella es el símbolo imperecedero de nuestra vida más profunda”. La nueva conciencia racial profundiza en el significado de este símbolo romano que constituye el momento central de nuestro movimiento y nuestras aspiraciones. Estamos autorizados a poner sobre el mismo plano la italianidad fascista y la romanidad, así podrá de nuevo tener valor para nosotros el elemento nórdico-ario como estrella polar. De hecho, una selección debe ser efectuada no sólo en el ámbito de las tradiciones italianas, sino también en las romanas. Es una romanidad aria, que a través de los símbolos del hacha, del águila, del lobo y de otras señales, resulta una contraseña de un patrimonio hereditario hiperbóreo y existe una romanidad mixta en la que han tenido un particular papel los influjos de las estirpes itálicas pre-arias y de las culturas arias degeneradas; es, por último, una romanidad universal en el peor sentido, que no tiene de ningún modo raíces en la raza y en la sangre, y proviene de visiones religiosas que no podemos considerar siempre como peculiares. Frente a todo esto deseamos que nuestra posición quede más clara.

Esta determinación ario-romana no afecta solamente a nuestras tradiciones, sino también a la raza italiana. Aunque se usen expresiones como “raza italiana” o “raza alemana”, “raza anglosajona” y, ¿por qué no? “raza hebrea”, no son científicas ni apropiadas. Todos los pueblos que hoy existen como naciones son mezclas de razas y como fundamento para su unidad son válidos generalmente otros elementos antes que los raciales. El punto de vista del primer nacionalismo eran “historicistas”, aceptaba pueblo y nación como realidades del sí. Los elementos raciales que componían una nación y los influjos que determinaban su nacimiento y desarrollo, quedaban privados de consideración. Correspondiente a este nacionalismo vale como principio político un sistema de equilibrio. Se intentó equiparar aproximadamente las distintas fuerzas y los diferentes elementos presentes en la nación, y continuar manteniéndolos unidos, mientras la huida hacia el sistema democrático-parlamentario era la solución más cómoda. Además, la nación equivalía a un mito, como una frase bonita para las discusiones retóricas.

Con el fascismo se llegó a una concepción totalmente diferente: como fundamento político no es válido el sistema del compromiso democrático, sino la dirección del Estado y de la Nación por parte de una elite que encarna, frente a otros, el elemento mas apreciable y meritorio y que por esto tiene el derecho de dar a la totalidad del pueblo su propio carácter. Le sigue otra posición no tanto “historicista” como peculiar, respecto al problema de la nación. Y en este contexto, el pensamiento racial integra y refuerza al fascista, bajo el aspecto popular y el histórico.

Desde el punto de vista del pueblo, en la base de la determinación nórdico-aria y ario-romana, existe la convicción de que originariamente en nuestro pueblo había una raza superior –precisamente ario-romana- y que gracias a las leyes de la inextingibilidad de los factores hereditarios, elementos apreciados y puros de esta raza pueden ser encontrados en la variopinta composición que conforma nuestra nación.

La idea nórdico-aria es, por lo tanto, un hilo conductor para la definición del ideal de hombre superior para Italia y para el conocimiento de lo que en nuestro carácter popular es de subrayar, purificar y conquistar par el predominio.

A tal caso queremos hablar de otro mito mencionado al principio, el mito mediterráneo. También es tiempo e acabar con él. La tesis de la antropología italiana, hebraizada y positivista del siglo pasado, según la cual seríamos una raza mediterránea autónoma procedente del Norte de África, a la cual perteneceríamos la mayoría de los itálicos, como también los fenicios y otros pueblos cripto-semíticos, que no tenían nada que ver con los arios, procedentes de Asia, a la cual se puede asociar el nombre de Sergi, hoy superada científicamente, no es necesario subrayarla. No se trata solamente de interpretaciones antropológicas. Es un hecho, que también en el extranjero se ha difundido demasiado la imagen distorsionada de lo que sería específicamente italiano: por italiano se ha tenido a un elemento que a veces se encuentra en nuestro pueblo, pero que en realidad no represento lo más positivo de él. Esto es por la acotación del tipo mediterráneo descrito por Clauss como hombre de espectáculo, se trata de un tipo, por lo general, entre el preasiático y el orientaloide, con un individualismo caótico, una disposición a la exterioridad y la gesticulación, una vitalidad desordenada. Este tipo humano “mediterráneo” es otras veces exuberante y ruidoso, de carácter débil, de limitado equilibrio interior, condicionado por los sentimientos y el instinto. Entre ellos se encuentran los individuos gesticulantes, los grandes tenores, y los marineros que cantan “o sole mio”, el tipo clásico del amante meridional con una labia digna de compasión y una galantería teatral, así como también un tipo de mujer que artísticamente resalta su feminidad con complicaciones artificiales y privadas de cordura.

Si bien es cierto que tipos parecidos no aparecen sólo en Italia, muchos deberán admitir que en nuestro país abundan tipos como los descritos. Se es propenso a identificar con ellos algunos aspectos pintorescos de nuestro ambiente rural y no se presta atención a otros factores, presentes igualmente en nuestro pueblo, los cuales presuponen sin más ni más otra raza y otro estilo: quizá porque ellos son parecidos a los pueblos centroeuropeos y se prefiere lo exótico. La Italia del futuro dará siempre grandes decepciones a quienes busquen entre nosotros esta caricatura de los italianos. Con este tipo mediterráneo queremos tener que ver lo menos posible y adoptaremos todos los medios para que esta parte del pueblo se transforme gradualmente mediante la fuerza del ideal de un hombre superior. “La Italia fascista exige también un hombre fascista, romano y ario-romano, un hombre nuevo y antiguo al mismo tiempo”. Este arquetipo, de una raza superior, estaba y está todavía presente en nuestro pueblo y está destinado a emerger en breve.

No debe necesariamente ser rubio y con los ojos azules; en lugar de ser longíneo podrá ser mesocéfalo, y en ciertos casos de baja estatura; tendrá sin embargo, las mismas armónicas proporciones del hombre nórdico, y entre sus rasgos, la frente alta, la nariz más o menos curvada, mandíbula acentuada, dará la impresión de ser un hombre activo, despierto, preparado para el ataque. Mientras en el tipo mediterráneo, poco noble, que a primera vista parece agitado, astuto, sensual, el tipo ario-romano se manifiesta erecto, firme y enérgico. La gesticulación le es extraña, sus gestos están llenos de expresión, pero no exuberante e incontrolada: movimientos que denotan un pensamiento consciente. Respecto al tipo nórdico, el hombre ario-romano tiene una capacidad de reacción más veloz, y particularmente es capaz de tomar posición inmediata frente a un acontecimiento imprevisto; es, interiormente, versátil y dinámico, de un dinamismo consciente y controlado, muy diferente de una vivacidad desordenada. Se nos debe habituar a reconocer en este tipo al verdadero italiano. La mejor y esencial parte de nuestro pueblo. Es la parte originaria que sale a la luz gracias a la fuerza evocadora y transformadora de la idea fascista.

Si se quiere definir exactamente la ética que conviene a nuestra nueva conciencia racial y espiritual, es suficiente recordar las principales virtudes atribuidas por diferentes estudios de la raza, al tipo ario de conformación romana antigua: prudente audacia, actitud controlada, habla concisa y meditada, sentido aristocrático de la segregación.

Son: virtus, o sea virtud, no en el sentido moral y convencional, sino como virilidad y coraje; fortitudo y constantia, o sea fuerza de ánimo; sapientia, o sabia reflexión; humanitas y disciplina, este es un ideal de una severa autodisciplina que permite una riqueza interior; gravitas o dignitas, actitud digna de calma interior que refuerza la nobleza, es decir, una solemnidad mesurada, libre de toda vanidad. Como virtus aria y romana fue considerada la fides, la fidelidad, en ella se reconocía la diferencia entre los romanos y los bárbaros. Romano y ario era un comportamiento seguro de sí mismo, privado de grandes gestos, una realidad que no significaba materialismo en absoluto; el ideal de la limpieza que sólo con la decadencia de los pueblos latinos degeneró en racionalismo. Pietas y religio poco tuvieron que ver con la posterior idea de la devoción: aquellos representaban un sentimiento de veneración y de unión frente a las fuerzas trascendentes que estaban presentes y participaban en su vida individual y colectiva. El tipo ario-romano siempre ha tenido desconfianza ante las devociones del alma y ante el misticismo confuso: el servilismo semítico frente a la divinidad le era desconocido. El pensaba que un hombre débil y humillado por el sentimiento del pecado y de la carne pecadora, no podía ofrecer a la divinidad un culto digno, sino al contrario, podía hacerlo como un hombre libre, con ánimo tranquilo y orgulloso, firme para armonizar su comportamiento consciente y decidido con la voluntad divina.

El mundo, como el Estado – res publica –, fueron concebidos por el hombre ario-romano como un cosmos, una totalidad de esencias diversas que se unían no en una mezcla, sino en una ley orgánica armónica. Como también el ideal de la jerarquía en la cual los valores de la personalidad y la libertad se unían en una más alta unidad. Ni liberalismo ni colectivismo: a cada uno su suum cuique. La mujer, ni colocaba demasiado bajo, como en algunas culturas asiáticas, ni demasiado alto, como en las llamadas culturas matriarcales o afrodíticas o, en nuestro tiempo, como en la civilización anglosajona, que podemos considerar por este aspecto, degenerada.

Estos son trazos fundamentales del estilo de vida romano y ario-romano. Vemos aquí la comparación espiritual de la forma física con la superior humanidad ario-romana de la cual ya habíamos hablado. Estos son para nosotros los elementos esenciales para el ideal de nuestra “raza superior”.

Pasamos por fin a considerar los efectos de la determinación nórdico-aria y ario-romana concernientes a nuestra Historia. Esta Historia presenta también zonas oscuras, que para investigarlas debemos examinar muchos aspectos de hasta ayer, eran dominantes, a causa de la notable influencia otorgada por el modo de pensar democrático, masónico o historicista. Como ya he dicho, se debe saber distinguir también en lo tocante a la romanidad. Recordemos la lucha gracias a la cual el antiguo elemento ario-romano el dominio por un largo periodo, se liberó de las influencias extranjeras incluido lo exótico, con el sello de su cultura superior y de su civilización. Comenzamos a distinguir en el campo del derecho romano, en que separamos las posteriores formas positivistas, formalísticas y universalistas de las originarias, en las cuales la sangre, la estirpe y la familia, cubrían un papel particular, y premisas como las cualidades sacrales, heroicas y espirituales. También examinamos el significado de algunas grandes figuras romanas: por ejemplo, en lugar de los césares de gestos casi napoleónicos que todos conocemos, nos es cercano el César que dijo una vez: “en mi se funden la majestad del rey con la santidad de los dioses, bajo cuya potestad están también los que son señores de los hombres”. Entendemos como simple retórica el hecho de que Augusto uniese simbólicamente su sexo con Apolo, el hiperbóreo dios solar; y también la circunstancia de que el Imperio de Augusto se presintiera el renacimiento de la Edad de Oro, es decir, de la edad primera en la que el rey fue pensando como escondido y dormitando en la región ártica, la patria original de la raza aria. También esta circunstancia hace pensar en un profundo misterio del destino de Roma.

También el ocaso del Imperio mundial de los césares es para nosotros rico en enseñanzas. Hubiera sido lógico que a medida que el Imperio se extendía, se hubiesen adoptado medidas de defensa y reforzamiento del patrimonio originario ario-romano que había constituido su grandeza. Sin embargo sucedió lo contrario: cuanto más se extendía el Imperio mundial, más iba decayendo la “raza de Roma”; se abrió de manera irresponsable a cada influjo de las minorías de las razas extranjeras; elevó a la dignidad de romano a elementos mixtos y aceptó cultos y costumbres que en muchos casos entraban en claro contraste –como Livio había observado- con los orígenes romanos-. Después, a menudo los césares, se empeñaron en crear un vacío a sí. En lugar de apoyarse en los fieles representantes de la antigua romanidad, quienes todavía eran capaces de mantener en pie su raza y su ética, hicieron propios los símbolos absolutísticos y creyeron en el poder taumatúrgico de su oficio divino y abstracto, aislado, privado de raíces. Es impensable que el Imperio, degenerado a estos niveles, pudiese dominar aún por mucho tiempo a los diferentes pueblos comprendidos en su territorio. Los primeros ataques serios del exterior deberían haber tenido como consecuencia la caída del inmenso pero desarticulado organismo.

En la Edad Media la Iglesia intentó volver a dar vida al símbolo romano supranacional en el cual se unieron las ideas de una nueva fe y de un nuevo orden imperial, el sacrum imperium. El “pueblo italiano” apenas participó en la formación de este símbolo; no se apercibió de la tarea de constituir, con la mejor sustancia, un núcleo que lo pusiese racial y espiritualmente por encima de este símbolo, y lo purificase de ciertos aspectos ambiguos. Sin embargo fueron preponderantes los componentes “mediterráneos”, es decir anárquicos, particularistas, individualistas, que creaban litigios y discordias, y que ya habían conducido a la ruina a las ciudades griegas. Aparte de esto descendió notablemente el nivel ético general. De aquí, las duras palabras con las cuales Barbarroja reprochó de manera legítima a los que se vanagloriaban gracias al nombre, de ser romanos. Como consecuencia la Corona imperial, se continuaba definiendo romana, incluso en manos de otros pueblos; principalmente en las de los pueblos germánicos en los que se preservaba en alta medida ciertas características raciales. Fue así como Italia tuvo un papel marginal en la edificación de la civilización imperial romano-germánica del Medioevo.

Por consiguiente vemos hoy dos ejemplos elocuentes relativos a los peligros a los cuales se expone cada Imperio; si no tiene como soporte un firme fundamento racial. En cuanto a los que concierne a la elección de las tradiciones que la conciencia racial aria, considerando la ulterior Historia italiana exige, debemos modificar muchas opiniones corrientes. Como ejemplo no podemos admitir la Italia comunal que se levantó contra la autoridad imperial. En este caso no se trató – como muchos han sostenido – de una “sublevación nacional”, de una lucha de nuestro pueblo contra el extranjero, sino de una lucha entre representantes de dos culturas contrapuestas. Por parte del Emperador (para él y contra los comunales se batieron los príncipes italianos como los Saboya y los Monferrato) estaba la cultura aristocrática, que conservaba aun mucho de ario y de nórdico-ario. En cuanto a los comunales representaban principalmente la oposición a la doctrina del Estado; estaban llenos de intolerancia contra cualquier forma de autoridad superior, su alianza era únicamente táctica, por eso poco después se enfrascaron en una serie de disputas y discordias sin fin. Prescindiendo del carácter mercantil y “democrático” de la “nueva” cultura, muy lejana del estilo romano, que las ciudades comunales desarrollaron. Por estas razones no queremos considerar nuestra Italia como güelfa y comunal, sino más bien gibelina y próxima a Dante. Cabe recordar aquí que Dante no representó solamente el pensamiento racial, sino también, en unión con Roma, la idea del derecho imperial de un pueblo superior: nobilissimo populo convenit omnibus aliis praeferri. Pero no fue comprendido. La Italia contemporánea tenía poco en común con la tradición romana.

Del mismo modo no podemos considerar sólo positivamente la contribución de Italia a la cultura humanística y al llamado renacimiento. A pesar del esplendor exterior, esta cultura humanística, desde un punto de vista superior, significó un descenso del nivel, el desgarro de una profunda tradición. Constituyó el enfrentamiento del desordenado individualismo que se expresa en el estilo de las señorías y en los interminables conflictos de las ciudades italianas y de sus “condottieri”; encerraba los gérmenes que habrían manifestado su verdadera naturaleza en el Iluminismo, en el racionalismo, en el naturalismo y en otras modernas formas de decadencia. Por otro lado, en la base del presunto reflorecimiento de la antigüedad, a través del humanismo, fue una gran equivocación: fueron adoptados sólo los aspectos “clásicos” que hemos visto como negativos, es decir, los exteriores y no raciales de la antigua cultura, y no los originarios, heroicos, sagrados, ligados a la tradición. Debemos a la “tradición” del renacimiento la circunstancia por la cual Italia fue considerada hasta ayer como una tierra maravillosa, de museos y monumentos, poblada sin embargo por un pueblo que en el campo de lo político y ético no gozaba de una fama parecida.

De este modo también se debe hacer una revisión de los valores italianos del “risorgimento” y de la guerra mundial. Esta claro el indiscutible papel que en el “risorgimento”- es decir, en el movimiento para la unidad nacional de Italia -, excluyendo la pureza de intenciones de muchos patriotas, tuvo la influencia de la masonería y del jacobinismo francés, y en general de una ideología que por su carácter liberal y democrático, es fundamentalmente hostil a la raza y extraña a los valores arios. En efecto, fueron los llamados movimientos nacionales, que también en Italia comenzaron en 1848, eslabones de una cadena, y episodios de un mismo y sistemático hecho, con la ayuda del mito de la libertad popular y de la nación democrática, quienes contribuyeron a destruir cuanto en Europa quedaba de los regímenes dinásticos y tradicionales.

Acerca de nuestra entrada en la guerra de 1915 se pueden repetir las mismas cosas. Italia fue al campo de batalla por intereses nacionales, pero principalmente bajo la bandera de la ideología hipócrita democrático-masónica de los aliados y de las fuerzas oscuras de la subversión mundial que, en nombre de esta guerra “humanitaria”, trataban de destruir los estados que todavía conservaban una estructura jerárquica y un sentimiento de la raza y de la tradición. Los masones de todo el mundo, que en 1917 se dieron cita en París y que proyectaban las directrices generales de los futuros “diktat” de paz, lo dijeron claramente: se trataba con la guerra de dar un gran paso adelante en el movimiento iniciado con la revolución francesa.

La guerra tuvo sin embargo para Italia el significado de una prueba heroica: despertó las profundas energías del pueblo que, después, gracias a una efectiva transformación, debían llevar a la Italia fascista, romana y racialmente concienciada a nuestra alianza con Alemania. Así se realiza hoy un mito que 11 años antes yo ya había defendido en un libro provocador, “El mito de la doble águila, la romano y la germánica”, la unidad de las fuerzas romanas y germánicas para la configuración de un nuevo occidente.

Con esto esperamos haber dado una idea de la esencia y de las nuevas posiciones de la Italia fascista en los diversos campos de nuestra vida popular y cultural; se trata de un cambio radical que tiene el significado de un nuevo impulso revolucionario y del inicio de una nueva fase de nuestro desarrollo. Hemos mostrado ya, y del resto no tenemos ningún motivo para esconderlo, que en Italia aun hay muchas fuerzas que contrastan con este desarrollo, sobre todo por medio de una resistencia pasiva y de una repugnancia silenciosa que a veces distingue a una cierta burocracia. Pero como estamos seguros de que vamos a ganar la guerra junto al pueblo alemán, como también estamos seguros de vencer en esta lucha cultural interna cuyas consecuencias no serán menos importantes que las otras. Somos conscientes que cuanto más decididos estemos en esta lucha, en esta edificación de una Italia auténticamente ario-romana, más posible será tratar en profundidad y alcanzar los objetivos prefijados.

* * *

(Il Regime Fascista, 16.11.1941).

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