“Cuando la forma del Gran Misterio se manifiesta, se perpetúa, con su raíz, en la eternidad”
(De Signatura Rerum, Jakob Böhme)
Curiosa puede ser para muchos la presencia de grabados representativos de los signos del zodiaco en las portadas y pórticos de iglesias o monasterios románicos y góticos, dada la supuesta raíz “pagana” de los primeros.
Pero, tales observadores desconocen un hecho fundamental. A saber: que la Tradición es Una, aun cuando puedan haber muchas tradiciones particulares, y que por lo mismo existen ciertos conceptos y valores que trascienden a las religiones particulares. Un buen ejemplo, es precisamente el zodiaco.
Así las cosas, el Cristianismo no tendría por qué ser en principio opuesto al espíritu que subyace en el símbolo zodiacal; claro está, siempre que entendamos a qué se refiere éste. Digamos por mientras que deben dejarse de lado ciertos prejuicios modernos, ya sean aquellos que consideran a la astrología como algo falaz, tanto como los que se encuentran impregnados de ese defecto temible que es la superstición, y que nos impide tomar conocimiento real del simbolismo tradicional.
El zodiaco es ante todo una disposición de caracteres o energías divinas que atienden al movimiento estelar (en lenguaje hinduista: la respiración de Brahma, o pulso cósmico), y que influye en todo lo viviente. Además podemos concebirlo como una segmentación o división del año. En ambas visiones que no son contradictorias, sino complementarias, hay que destacar el hecho que el zodiaco es una ordenación, una manifestación divina que implica selección y jerarquía de las cosas, y que el hombre (microcosmos) ha de conocer e imitar. Por esto no ha de provocarnos asombro que para el mundo antiguo la ciudad sea una imagen del esquema zodiacal (*1), lo cual tiene sentido dada la búsqueda de armonía que caracteriza a los hombres tradicionales, armonía, decimos, que significa concordancia entre las dos caras de la Realidad: la macrocósmica (en este caso, indicada por el zodiaco) y la microcósmica (representada por la ciudad). Esta adecuación de la estructura de la polis a la estructura del cosmos también se hace patente en las iglesias cristianas, las que, como todo templo, pretenden ser vivas imágenes del universo – como del hombre, lo cual en el fondo es lo mismo-.
De esta manera la presencia zodiacal en las construcciones catedralicias no es azarosa, y menos aun extravagante, sino que, por el contrario, se encuentra llena de sentido al realzar la idea que el templo cristiano es una fiel representación del cosmos, y muy especialmente de la Jerusalén celestial. Pero es cierto que podemos indicar respecto a este tema, algo tan importante como lo anterior, aunque sea sólo para utilidad de los estudiosos del Arte Real o Alquimia: que en pórticos como los de las Catedrales de Magdalena de Vezelay y de San Lázaro de Autun, donde la figura de un Cristo en Majestad es acompañado por el zodiaco, se grafica la estación o periodo del año propicio para iniciar la Obra, lo que es igual a decir la etapa propicia de la composición de la Piedra Filosofal.
La unión de Nuestro Señor a la de los doce signos zodiacales indica por otra parte que El es el Año y los doce signos los meses, queriendo decir con ello que el cristiano no ha de olvidar que quien rige su existencia en este plano vital es Jesús, el cual ha de alabarse día a día. Por lo demás este y no otro es el sentido del año litúrgico cristiano.
Y ya que hemos enunciado el número doce, analicémoslo ahora con la profundidad necesaria para dar a entender lo esencial de su simbolismo. En el caso del Cristianismo tal cifra es básica. La cábala numérica (recordemos que hay además una cábala fonética, la cual desea interpretar esa célebre Lengua de los Pájaros), nos enseña que es la expresión unitiva de la maravillosa tríada y el cuaternario.
Sabido es que el tres se encuentra infinidad de veces en la Biblia. Recordemos, por ejemplo, que tres fueron los Reyes Magos, que tres fueron las Marías que ocuparon un papel en la vida del Salvador, que El vivió treinta y tres años, que Nuestro Señor resucitó al tercer día, y que Pedro lo negó tres veces. Además, ¡y cómo olvidarlo!, es la cifra de la Santísima Trinidad, misterio fundamental de la teología cristiana. Y el cuatro está signado en la cruz, en el Tetramorfos, en los cuatro Evangelios. Arquitectónicamente es tan importante como el indicado número tres. En efecto, el templo en la antigüedad – como en el Medioevo- solía ser construido tomando por base el cuatro (los puntos cardinales) o el tres. Desde un punto de vista alquimista debemos decir que cuatro son las materias – fuego, aire, tierra y agua- y tres los elementos que han de extraerse de la substancia mineral: Azufre, Mercurio y Sal.
La suma de ambas cifras – cuatro y tres – nos da el número siete, día en que Dios creó al hombre. Multiplicando el tres y el cuatro, surge el doce. Tal cifra es la de los Apóstoles, quienes acompañan a Cristo en la difusión del Logos. También, y como ya hemos señalado, son los doce meses del Año (Jesús) y además las doce horas del día (*2). Cada Apóstol representa una virtud zodiacal, es decir una fuerza y una energía cósmica que no es más que una manifestación parcial de Dios. Esta simbología está bella e implícitamente descripta a través de las esculturas que se encuentran en la portada del monasterio de Santa María de Ripoll, en España, y que muestran los distintos trabajos agrícolas que han de desarrollarse los meses del año.
Por otra parte debe tenerse en cuenta que doce eran las tribus de Israel, implicación simbólica que ha de vincularse con la cosmológica de los doce signos zodiacales y con la mesiánica de los doce Apóstoles. Estas doce tribus, señala Jean Hani (*3) – tomando prestada la información otorgada por el Pseudo Jonatán – se distribuían en cuatro grupos de tres (la misma unión numeral que hemos indicado más arriba). Cada uno de éstos tenía un símbolo que le identificaba. Los estandartes eran: el León, el Hombre, el Toro y el Águila. ¡Es decir, los mismos animales que componen el Tetramorfos cristiano! Los cuatro Santos son entonces los soportes del Logos, el sustento humano más espiritual de la Iglesia, y que manifiestan en sí las cuatro virtudes cardinales de la Divina Comedia: Justicia, Prudencia, Templanza y Fortaleza.
Una simbología zodiacal particular que puede hallarse en algunas puertas de templos medioevales, como la de San Sermín de Toulouse, es la de dos mujeres que se encuentran una al lado de la otra, con un animal sobre sus faldas: en una de ellas está sentado el carnero, en la otra el león. Uno de los pies de cada mujer se apoya en una concha, símbolo hermético analizado por sabios como Fulcanelli, e interpretado como el recipiente del mercurio, lo que equivale a decir la materia más propicia para engendrar al Hijo de los Sabios. Habrá que rememorar que el Apóstol Santiago es representado con una concha amarrada en su cuello, y que la peregrinación a Santiago de Compostela, aun se caracteriza, entre otras cosas, porque aquellos que la emprenden se acompañan de tal elemento. Olivier Beigbeder (*4) indica que la concha es un símbolo celeste, lo que explica, en nuestro juicio, la unión de aquélla con las mujeres portadoras de Leo (el león) y Aries (el carnero).Es interesante hacer notar que en la imagen aquí estudiada tales animales están de frente, en formación de ataque, cuadro reiterado ad infinitum en los dibujos de los Filósofos, ya sea a través de la pareja del León Verde y el León Rojo, o del Águila y el León, o la compuesta por el Dragón Celeste y el Dragón Terrestre. En todas estas oposiciones hay algo que se nos quiere expresar, y es que en el “juego cósmico” se requiere de la lucha entre dos principios: el pasivo y el activo. El primero es representado en nuestra portada medioeval por el carnero o cordero (el signo zodiacal conocido como Aries); el segundo, por el león (Leo). Tal oposición es real desde un aspecto, pero no debe creerse que son principios contradictorios en su “esencia más íntima”. Efectivamente, ambos animales nos muestran dos aspectos de la Manifestación Divina: el pasivo y el activo; pero que en última instancia son partes del Uno. Aplicando esta terminología a un lenguaje cristiano, diremos que el cordero es el Cristo del Sacrificio, la substancia o cualidad que es el alimento ritual de la Misa. Y que el León, es el Cristo posterior a Su Muerte, es el Cristo resucitado, aquel que se manifiesta a los Apóstoles transfigurado. Es el Sol Invictus, cuyo emblema es Leo, astro eterno que brilla en los corazones de sus hijos. El cordero es el color blanco de los alquimistas, el león es el rojo que sella la Gran Obra.
Sin embargo, nuestra exposición estaría incompleta sino dijéramos algo, aunque sea breve, acerca de otro aspecto zodiacal representado en las iglesias de la Edad Media, Tal tema es el de los dos Juan -Juan Bautista y Juan autor del Apocalipsis o Revelación- y que ha sido suficientemente estudiado por René Guénon, por lo cual sólo haremos algunas acotaciones.
Resumiendo, casi todas las portadas medioevales poseen las esculturas o grabados de los dos Juan, lo cual es natural dado su simbolismo cosmológico. Representan al solsticio, indicando la fase ascendente del Sol (Cristo) y su descenso. Se encuentran a la entrada del templo, en las portadas, las que no olvidemos son receptáculos de imágenes que revelan lo que hemos llamado ordenación cósmica. La palabra Juan inmediatamente trae a la mente la de Jano o Janus, el dios con dos rostros, y tal analogía tiene asidero, ya que presenta un cuerpo con dos manifestaciones. Y el misterio juánico, del cual tanto se habla pero poco se comprende, no es otra cosa que eso: entender cómo una misma energía tiene dos polaridades.
Digamos para terminar que los planetas seguirán su andar en el cielo; cada cual en el derrotero que se les ha trazado. Pero siempre sometidos a la Voluntad de Dios.
En esto el hombre no es la excepción, por más que el moderno se pretenda dueño de sí y de sus actos.
El actuar consciente y libre sólo existirá cuando nos entreguemos con amor a Él. Pues las estrellas y el cielo se mueven por la fuerza del Amor, que es Dios. Este mensaje tan sencillo pero profundo es lo que nos quisieron legar esos colosos de la humanidad que fueron los constructores de catedrales, y que gracias a la noble piedra perdurarán hasta el fin de los tiempos.
(Santiago de Chile, octubre de 2001)
NOTAS
(*1)= René Guénon, El zodiaco y los puntos cardinales, en Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada, EUDEBA, Buenos Aires, 1988, pág. 88.
(*2)= Jean Daniélou, Los símbolos cristianos primitivos, Ediciones Ega, Bilbao, 1993. Ver el capítulo VIII (pág. 105-114)
(*3)= Jean Hani, El simbolismo del templo cristiano, José J. de Olañeta, Editor, Barcelona, 1997, pág. 81 y 82.
(*4)= El análisis de esta imagen se encuentra en su libro La simbología, Oikos-Tau Ediciones, Barcelona, 1971.
*Artículo publicado en italiano, el año 2001, en la revista tradicional “L´Idea. Il Giornale di Pensiero”. Quadrimestrale internazionale di studi tradizionali.
*Publicado en castellano, en revista “Ciudad de los Césares”, N° 66, Septiembre de 2003, Santiago de Chile.
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