Les dieux s’en vont

De Mussolini a menudo hemos pensado muy mal. De acuerdo, sus críticos y sus detractores eran infames, pero había algo, en su obra y en su conducta, que tampoco nos convencía a nosotros. Había hablado de la guerra durante veinte años y nos parecía que había evitado prepararla en serio, descuidando los armamentos y rodeándose de generales ineptos. Había predicado la idea de una nueva jerarquía y se había rodeado no de una aristocracia de hombres sino de un séquito de retóricos y aduladores. Había proclamado la revolución pero había tolerado el inmovilismo burgués y qualunquista de los salones y de los círculos oficiales. Finalmente, en dos ocasiones, en el momento decisivo, él, el duce, el máximo intérprete de la doctrina de la fuerza y de la acción, se había resignado sin combatir: el 25 de julio, cuando se presentó ante el rey sin tomar ninguna medida de protección, y el 25 de abril, cuando había dejado Milán con ánimo resignado ante el fin.

Pero hoy, más allá de estas sombras, sentimos toda la positividad de su naturaleza y de su creación. Él ha sido un revolucionario: un hombre que ha puesto en movimiento la rueda de la historia; que ha abierto caminos, demolido prejuicios, fundado un estado, construido ciudades, creado un estilo, suscitado un mito. Sobre todo, ha sabido encarnar e interpretar la exigencia planteada por la cultura de su tiempo: superar la ideología burguesa cientificista e igualitaria del siglo XVIII.

El Fascismo, como él lo ha realizado, es la gran brecha abierta mediante asalto en el grisáceo horizonte de la modernidad racionalista y economicista.

En una hora crepuscular y de descomposición, él ha sabido recoger a su alrededor las mejores fuerzas de la juventud italiana para tomar por la fuerza el estado y hacer de él el faro de una nueva fe europea. El hitlerismo, que ha asumido la batalla extrema de Europa contra el imperialismo ruso y americano, ha salido del espíritu de la revolución de Mussolini.

Que todo esto haya surgido de Italia, de este país de pedigüeños y de abogados, de católicos y de oportunistas, es casi increíble.

Mussolini se ha puesto al servicio de esta revolución con una energía prodigiosa, una lucidez implacable, un realismo despiadado. El hecho de que en los últimos años haya cedido cada vez más al conformismo y al “meridionalismo” de quienes le rodeaban, no debe hacernos olvidar la claridad y la valentía con que en 1919 supo salvar al país de una clase dirigente envilecida y de la chusma callejera.

Mussolini era consciente de que él mismo era la encarnación de esta voluntad de lucha y de renovación. Sabía que su misma persona era una bandera, un mito. Esto le ha hecho olvidar que un hombre sólo, aunque sea grandísimo, es demasiado poco para constituir la fuerza de un régimen y que la democracia se combate solamente con una aristocracia.

Pero hay que reconocer que él ha sabido encarnar este mito con gran prestigio, sometiéndose a un estilo, a una disciplina incluso física, a un escrúpulo del deber que, cuando se despeje la crítica de estos años, aparecerá ante nosotros en su justo valor.

Él ha dominado su tiempo durante muchos años, ha suscitado una nueva esperanza, ha infundido fuerza, fe, energía a un pueblo viejo, escéptico y desconfiado. Ha sido un Romano en medio de italianos. Ha sido el mejor de todos nosotros.

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