La mujer como madre y la mujer como amante

Éxtasis de Santa Teresa, obra de Gian Lorenzo Bernini (1647-1651), en la iglesia de Santa María de la Victoria, en Roma.

Hemos dicho que en el dominio de la manifestación y de la “naturaleza” lo masculino es metafísicamente, sí, el correlativo complementario de lo femenino, pero que además refleja el carácter de lo que es anterior y superior a la Diada. Sobre el plano humano, de esto deriva que mientras que todas las relaciones basadas sobre la Diada tienen para la mujer un carácter esencial y agotan la ley natural de su ser, este no es el caso para el hombre, en tanto él es verdaderamente hombre. Tales relaciones son las relaciones sexuales en sentido estricto y las relaciones entre madre e hijo. No es por equivocación que, en toda civilización superior, no se ha considerado al hombre como verdaderamente hombre hasta que se ha sometido a este doble lazo, al de la madre y al de la mujer, agotando en la esfera correspondiente el sentido de su existencia. Ya hemos recordado que en los mismos “ritos de pasaje”, o de la pubertad, la consagración en los pueblos primitivos de la virilidad y la agregación a una “sociedad de hombres” se presentan como una superación de esta esfera naturalista. La Raquel bíblica dice: “Dame un hijo; si no, muero”. Hay textos bíblicos que ponen de relieve la “inexorabilidad” de la mujer por cuanto afecta a la maternidad y a la sexualidad, de las que ella “jamás se sacia” (1). Y no es tanto como persona como por un impulso metafísico por lo que la mujer tenderá a llevar al hombre bajo el yugo de la una o de la otra.

Acerca de la sexualidad, tiene razón Weininger cuando, para caracterizar al hombre y a la mujer, dice que la mujer absoluta no es más que sexualidad, mientras que el hombre verdadero “es sexual y otra cosa además”. Se puede reconocer con él el profundo sentido de símbolo que tiene el hecho anatómico de que mientras los órganos sexuales del hombre tienen algo de circunscrito, de separado y de casi añadido exteriormente al resto del cuerpo, en la mujer se encuentran en lo más profundo de su carne más íntima. Puesto que en él existe una cierta distancia de la sexualidad, el hombre “sabe” de ella; la mujer puede no ser consciente de ella y negarla, pero de hecho ella no es otra cosa que sexualidad, que ella es la sexualidad misma (2). Una designación hindú de la mujer es kámini, es decir, “la que está hecha de deseo”, lo que equivale al antiguo dicho occidental: tota mulier sexus. Con esto guarda relación, entre otras cosas, el carácter provocativo que, sin la menor intención, presentan muy a menudo tipos de mujeres jovencísimas e “inocentes”, inclusive niñas. En este mismo contexto, nos es dable hacer notar un narcisismo especial, casi inconsciente, que existe en toda mujer: es su sensación del potencial de placer que ella puede dar al hombre y el hecho de saborearlo, imaginando ese placer, inclusive fuera de cualquier relación sexual real. Por otra parte, Ellis está en lo cierto cuando dice que, mientras que con la sexualidad y la maternidad la mujer florece y actualiza su ser, no se puede hablar de algo correlativo respecto al hombre (nosotros añadiríamos: salvo que él realice de una manera cualquiera las dimensiones superiores de la experiencia del sexo). Inclusive haciendo abstracción del hecho oculto del que hablaremos más abajo, sobre la línea afrodisiana la contrapartida en el hombre puede significar una cierta desvirilización (3). Sobre la línea demetriana se ha notado en fin que, al deseo obscuro y predominante que tiene la mujer de ser madre, no se corresponde, en el hombre, una necesidad igualmente elemental de ser procreador. En el caso de que este deseo exista en el hombre, pertenece a un plano diferente, que ya no es puramente naturalista, que es más ético que naturalista (preocupación por la continuación de la estirpe, de la familia o casta, etc.).

Afrodita surge de la espuma del mar, coronada con exuberantes trenzas (El nacimiento de Venus, William-Adolphe Bouguereau, 1879).

Como ya hemos visto, propio de lo femenino cósmico es aquello que los griegos llamaban la “heteridad”, es decir, la referencia a otro, el heterocentrismo. Mientras que a lo masculino puro le es propio el tener en sí el propio principio, a lo femenino puro es propio, y natural, tener en otro el propio principio. Sobre el plano psicológico, de esto resultan varios caracteres bien visibles de la mujer en la vida corriente: la vida femenina está casi siempre desprovista de un valor propio, ella se relaciona siempre con otro, sea en todo cuando es vanidad, sea en la necesidad que tiene la mujer de ser reconocida, notada, adulada, admirada, deseada (se puede asociar esta tendencia extravertida con aquel “mirar fuera” que en la metafísica ha sido atribuida a la Cakti). Y el régimen del cortejamiento, de la galantería, del cumplimiento (inclusive insincero) por parte del hombre, sería inconcebible si se prescindiera de la base obligada precisamente por este rasgo congénito de la psique femenina, que en todo tiempo y lugar el hombre ha debido tener en cuenta. Que los valores de la ética femenina sean bastante diferentes de los de la ética masculina, sea dicho de pasada, se manifiesta también en el hecho de que una mujer debería despreciar al hombre por una tal actitud de adulación, consecuencia a menudo de considerar de ella únicamente su cuerpo. El caso es que ocurre lo contrario.

No es sin embargo en un sentido diverso que, en un plano menos frívolo, se definen las dos posibilidades fundamentales de la naturaleza femenina, correspondiente la una al arquetipo afrodisiano y la otra al arquetipo demetriano: la mujer como amante y la mujer como madre. En uno como en otro caso, se trata de un ser, de un querer, de un llegar a una propia confirmación en función de otro: en función del hombre amado por la amante, en función del hijo por la madre. En esto se cumple sobre el plano profano (pero se continuará en gran medida también sobre el sacral) el ser de la mujer y, deontológicamente, con esto se define su ley y su eventual ética en el cuadro de la tradición.

Es de nuevo a Weininger a quien se debe una clásica descripción tipológico-existencial de estas dos posibilidades fundamentales de la femineidad. Sólo que, como en el conjunto de todo cuanto este aujor dice sobre la mujer, también en esta caracterización es preciso distinguir ciertas deformaciones derivadas de su inconsciente complejo de misoginia de base casi puritana. Es efectivamente en la “prostitución” donde, de hecho, Weininger ve la posibilidad femenina basal opuesta a la materna, lo que otorga un sentido peyorativo y degradado a esta posibilidad. Fundamentalmente, es al contrario del tipo puro de la amante y de la correspondiente vocación mujeril de lo que se trata, no entrando en cuestión la prostitución profesional más que de una manera muy subordinada y condicionada, porque ella puede también ser impuesta por ciertas circunstancias ambientales, económicas y sociales, sin corresponder a ninguna disposición interior. Como mucho, se podría hablar del tipo de la hetaira antigua o oriental; o bien de la mujer “dionisíaca”.

Una cosa que todo verdadero hombre nota inmediatamente es que existe una antítesis, un antagonismo entre la actitud verdaderamente afrodisiana de la mujer y su actitud maternal. En su fundamento ontológico, los dos tipos opuestos se conexionan con los dos estados principales de la “materia prima”, con su estado puro, dinámicamente informe, y con su estado de fuerza-vida, ligada a una forma, orientada hacia una forma, nutricia de una forma. Puesto en claro este punto, la caracterización diferencial de Weininger es exacta: es la relación con la procreación y con el hijo la que distingue los dos opuestos tipos. El tipo “madre” busca al hombre por el niño, el tipo “amante” lo busca por la experiencia erótica en sí misma (en las formas más bajas: por el “placer”), en una unión sexual que no se lleva a cabo con miras a la procreación y que es deseada en sí y por sí. Así el tipo materno entra específicamente en el orden natural — si queremos referirnos al mito biológico, se puede decir que entra en la ley y en la finalidad de la especie —, mientras que el puro tipo “amante” se sale en cierto modo de este orden (síntoma significativo: la esterilidad que se encuentra a menudo en el tipo de la amante y de la “prostituta”) (4), y más que un principio amigo y afirmador de la vida terrestre, física, es un principio que le es potencialmente enemigo, a causa, diremos nosotros, del contenido virtual de trascendencia propio del desplegamiento absoluto del eros (5). Así, por chocante que esto pueda parecer desde el punto de vista de la moral burguesa, no es como madre, sino como amante como, de una manera natural, es decir, no según una ética (como veremos más adelante), sino dejando simplemente actuar y activando una disposición espontánea de su esencia, la mujer puede aproximarse a un orden superior. Sobre un equívoco se basa sin embargo la afirmación de que, mientras que el tipo maternal sentiría en la unión sexual una potenciación de la existencia, a la mujer del tipo opuesto le sería propio el deseo de sentirse destruida, de sentirse aniquilada y aplastada por el placer (6). Esto es inexacto desde un doble punto de vista. En primer lugar, porque, como ya hemos visto, el “delirio mortal del amor” como deseo de destruir y de destruirse en un éxtasis, es común, en toda forma superior e intensa de la experiencia erótica, tanto al hombre como a la mujer. En segundo lugar, porque la disposición indicada por Weininger en la amante concierne todo lo más a los rasgos psíquicos superficiales; por la sustancia “Virgen” o “Durgá” de la mujer afrodisiana es lo contrario lo que es verdad, sobre un plano más profundo, como veremos en breve.

El Señor Shivá y la diosa Párvati, bronce Chola del 1100 d. C.

Pero ya se trate del tipo de la madre o del tipo de la amante, en la mujer es característica una angustia existencial mayor que la del otro sexo, el horror de la soledad, el sentimiento de un vacío ansioso si no tiene o no posee a un hombre. Los hechos sociales e inclusive económicos que a menudo parecen constituir la base de esta sensación, no son en realidad más que circunstancias propiciatorias y no determinantes. La raíz más profunda es por el contrario justámente la “heteridad” esencial de la mujer, el sentimiento de la “materia”, de Penia que, sin el “otro” (el héteros), sin la forma, es la nada; por esto es por lo que, abandonada a sí, ella experimenta el horror de la nada. Por citar una última vez a Weininger, él tiene razón en reconducir a este contenido metafísico inclusive un comportamiento frecuente de la mujer en la unión sexual, al decir: “El momento supremo de la vida de la mujer, aquel en que se manifiesta su placer elemental, es el momento en que ella siente descender en sí el semen masculino: entonces abraza salvajemente al hombre y lo estrecha contra sí; es el placer supremo de la pasividad… la materia que, justamente, está formada y no quiere abandonar la forma, sino tenerla eternamente ligada a sí” (7). No diferente es sin embargo la situación en la mujer más cercana al tipo Durgá cuando, en el mismo instante, no abraza, sino que está casi inmóvil, y sobre su rostro se esbozan los rasgos de un éxtasis ambiguo, teniendo algo de la indefinible sonrisa de un Buda y de ciertos textos khmeros. Es entonces cuando ella acoge algo más que el semen material, cuando absorbe la vrya, la virilidad mágica, el “ser” del varón. Aquí entra en cuestión la cualidad succionante, esa “muerte succionante que viene por la mujer”, de la que hemos hablado con Meyrink, considerando el aspecto oculto de todo abrazo carnal vulgar: aspecto que puede encontrar su manifestación simbólica y su reflejo hasta en la exterioridad somática y psicológica.

En efecto, si D’Annunzio dice respecto a uno de sus personajes femeninos: “Como si todo el cuerpo de la mujer hubiese asumido la cualidad de una boca succionante” (en Il Fuoco), no es cosa que se verifique solamente sobre el plano sutil, hasta el punto de hacer aparecer la práctica erótica de la fellatio como el gesto que expresa mejor la esencia de la naturaleza femenina. En realidad, ya era conocida por los antiguos una especial participación activa de la mujer en el abrazo sexual, y Aristóteles habla de su aspiración del fluido seminal (8). Retomada hacia la mitad del último siglo por Fichstedt, esta teoría es hoy reconocida por muchos exactamente por su lado fisiológico: se admite la existencia de contracciones rítmicas de la vagina y de los úteros, como en una aspiración o succión, de un automatismo espasmódico con un peristaltismo que le es particular, basado sobre ondas tónicas especiales, a ritmo lento, con el efecto, justamente, de un absorber aspirando o succionando. Este comportamiento somático es actualmente tanto más verificable en tanto el grado de sexualización de la mujer es más elevado; pero no era sin razón que los antiguos lo consideraban un fenómeno general. De hecho, se debe retener que en el curso de la historia se ha producido una suerte de atrofia inclusive fisiológica de lo que en la mujer podía corresponder a una sexualización completa, es decir, una más grande aproximación a la “mujer absoluta” (9). Y esto es por lo que, en las mujeres orientales, donde se ha conservado mayormente el tipo antiguo, el comportamiento fisiológico en las uniones sexuales es todavía casi normal y se une a posibilidades fisiológicas que se han hecho rarísimas entre las europeas modernas, en tanto estaban también verosímilmente presentes en las mujeres occidentales de la antigüedad (10). Se trata, en esto, de un símbolo físico, o reflejo, de un significado esencial. La asimilación succionante, sobre este plano de los reflejos físicos, tiene después una expresión liminal en un hecho que hasta ahora permanece oscuro fisiológicamente: el olor espermático que emite a veces la mujer, lejos de las partes genitales, poco después de la unión (un poeta italiano, Arturo Onofri, ha podido inclusive hablar de una “sonrisa espermática”).

Notas a pie de página:

(1) Jdtaka, LXI; Anguttara-nikáya, II, 48.

(2) WEININGER, Geschlecht und Charakter, cit. págs. 113, 115, 116.

(3) Cf. H. ELLIS, Op. cit., v. III, pág. 199: “That (sexual) emotion which one is tempted to say, oft unmans the man, makes the woman for the first time truly herself“.

(4) Aquí podemos recordar los versos de Baudelaire que contienen un presentimiento del arquetipo “dúrgico”: “Y en esta naturaleza extraña y simbólica —donde el ángel inviolado se mezcla con la esfinge antigua… resplandeció para siempre… la fría majestad de la mujer estéril”.

(5) WEININGER, Op. cit., c. X passim y en particular, págs. 280 sgg., 287, 304, 310-311: “Vida física y muerte física, ambas unidas de una manera misteriosa en el coito, se reparten entre la mujer como madre y la mujer como prostituta.” Insistiendo en hablar de la “prostituta”, Weininger (pág. 312) hace notar la significación del hecho de que “la prostitución es algo que aparece sólo entre los seres humanos”, es inexistente entre las especies animales. Este hecho debe ser puesto precisamente en relación con la potencialidad “shivaica” del tipo puro del amante. Un tratado atribuido a ALBERTO MAGNO (De secretis mulierum) al describir el tipo de mujer que ama la unión sexual, indica como características la rareza o la irregularidad de los menstruos, la escasez de leche en mujeres de este tipo que se convierten en madres, además de una disposición a la crueldad: volveremos sobre este último punto.

(6) WEININGER, Op. cit., pág. 307.Ibid., pág. 402.

(7) Desde el punto de vista sutil no se trata del semen material, sino justamente de su contrapartida inmaterial. PARACELSO (Opus Paramirum, III, u, 5) dice: “En la matriz fue puesta una fuerza atractiva que es como un imán, y ella atrae el semen”, él distingue el semen del esperma: “la matriz separa el esperma del semen, rechazando el esperma y reteniendo el semen”. Sobre esta base Paracelso trata también de los condicionamientos transbiológicos de la fecundación. Para la distinción ahora indicada se puede confrontar lo que, aunque en un dominio más general, el COSMOPOLITA (Novum Lumen Chemicum, París, 1669, pág. 37): “Como he dicho varias veces, el esperma es visible, pero el semen es pues una cosa invisible y casi como un alma viviente que no se encuentra en las cosas muertas”.

(8) Así, en el Oriente antiguo, se puede decir “la sensualidad de la mujer es ocho veces más grande que la del hombre”, mientras que en la antigüedad occidental se encuentran expresiones como por ejemplo aquella de OVIDIO (Ars Amandi, I, 443-444), que dice: [Libido foeminae] acrior est nostra, plusque furoris habet.

(9) Se trata no sólo de un control anormal del constrictor cunni, sino también de ciertas fibras lisas del órgano femenino, que permite la intensificación del dicho automatismo succionante. En ciertos casos, el desarrollo de esta posibilidad forma parte de la educación erótica de la mujer, hasta el punto de que, en algunos pueblos es para una joven un motivo de descalificación que no sea capaz de ello (sobre todo esto, cf. HESNARD, Manuel de sexologie, cit., págs. 94-95; H. ELLIS, Studies, cit., v. V, págs. 159-165; PLOSS-BARTELS, Das Weib, cit., v. I, págs. 399, 408). En las mujeres utilizadas en la magia sexual tántrica un entrenamiento de este género parece ser llevado a un muy alto grado, si en el Hathayogapradipika (III, 42-43, 87-89) en la mujer para la práctica llamada yoni-mudra, se supone un poder de contracción voluntaria del yoni, capaz de impedir, por estrangulamiento del lingam, la emisión del semen masculino. En el dominio de la etnología, en PLOSS-BARTELS (v. I, pág. 408) son recordados casos de mujeres capaces de expulsar el esperma después de haberlo recibido.

(10) LOMBROSO-FERRERO, La donna delinquente, la prostituta e la donna normale, Torino (3), 1915, págs. 55-59, 79. En el domino de la patología, confróntese, para la manifestación predominante en las mujeres de “explosiones espasmódicas de salvaje violencia destructora” cf. KRAFFTEBING, Psychopathia sexualis, cit., pág. 361.

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Metafísica del Sexo. Capítulo IV, § 39.

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  1. angelica
    | Rispondi

    Muchas gracias, por tan brillante y completa esposicion!

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